Cada año miles de personas expulsadas de Asia y África atraviesan América Latina buscando el norte como golondrinas desorientadas a causa de un clima alterado. A su paso, casi todos los gobiernos dificultan innecesariamente el recorrido ya penoso de estos seres humanos extraordinarios, poniéndolos en constante riesgo. Esta investigación colaborativa y transfronteriza cuenta la historia de su paso por nuestros países.
Conocí a Kamal la mañana del 16 de enero de este año en Necoclí, un pueblo de unos setenta mil habitantes, mar verde y arisco y pescadores pobres, al borde del Golfo de Urabá, en la esquina noroccidental de Colombia. Kamal venía huyendo de Daca, Bangladesh, después de que extremistas religiosos quemaran su tienda de té. En este país, los musulmanes sunitas son mayoría y, como el resto de la región, se ha visto afectado por los estragos del terrorismo global y de la guerra en su contra y por la demagogia sectaria de líderes de oriente y occidente, que termina en la práctica en ataques delincuentes contra casas, negocios y templos de minorías hindúes, budistas y cristianas.
Cada año, medio millón de bangladesíes se ven obligados a abandonar su país. A los exiliados por la violencia, como Kamal, se les suman los desplazados porque el cambio climático afecta especialmente a este país bajo y superpoblado: inundaciones y deslaves cada vez más frecuentes les deslíen la tierra bajo sus pies.
Vea el informe especial de la Alianza de más de 40 reporteros de Semana, CLIP y otros 16 medios sobre la travesía que hacen migrantes transcontinentales de Asia y África a América.
Como la mayoría de migrantes, muchos de ellos se refugian en los países vecinos, buscando rehacer sus vidas sin abandonar del todo sus regiones. No pocos, sin embargo, deciden irse a América. En Brasil, entre enero de 2017 y marzo de 2019, 1 608 bangladesíes presentaron sus solicitudes de refugio en Brasil..
Kamal también voló a Sao Paulo, pero no se quedó y conectó a Bolivia, para luego seguir por tierra al norte. En ese rumbo iba cuando conversamos con él en Necoclí. A lo largo de 2019, los bangladesíes estaban entre los africanos y asiáticos que más tomaron esta ruta a Estados Unidos o Canadá. Dejaron registro en Colombia, 703 nacionales de ese país y en México, fueron presentados ante autoridad migratoria 1 561.
Las fuerzas de la globalización que hoy nos trazan a todos la vida —economías transnacionales, milicias multinacionales, bombardeos ordenados a distancia, cambio climático, Internet— han abierto los grifos de la migración en todo el planeta. Hoy hay 50 millones de migrantes más que hace diez años y el porcentaje de gente que ha tenido que abandonar su lugar de origen ha ido en aumento.
Esta colaboración investigativa y transfronteriza, en la que participaron 18 medios periodísticos* en 14 países, descubre un capítulo intenso y poco conocido de la migración en nuestro mundo actual.
La hemos llamado Migrantes de otro mundo porque cuenta las historias de viajeros que se embarcan o que vuelan entre diez y quince mil kilómetros al otro lado del mundo, y que una vez en Suramérica o en el Caribe atraviesan el continente en buses expresos o aviones, en lanchas rápidas o canoas apaleadas, en taxis clandestinos o carros particulares por atajos subrepticios y azarosos, siempre hacia el norte, a Estados Unidos o Canadá, como golondrinas aturdidas, atravesando a menudo tramos enteros sin más medios que las piernas, las alas de la esperanza.
Son migrantes de otro mundo porque en el momento en que pisan el continente, su bengalí, lingala o hausa, fula, hindi o nepalés, árabe, urdu o cingalés pierden todo su valor, y ni siquiera francés, portugués o inglés les sirven de mayor cosa en los pueblos más profundos, donde nadie les entiende.
Son de otro mundo porque su valentía y determinación son formidables. Resueltos a hacerse una vida nueva y –a menudo— a abrirle una oportunidad a quienes dejan atrás, no se arredran ni ante la explotación de los estafadores del camino, ni la hostilidad de los puestos migratorios, ni los corruptos, ni los asaltos y violaciones, ni el hambre, el miedo y las amenazas, ni la cárcel, ni la muerte.
“La muerte también es una opción de libertad”, dice con frecuencia el colega Juan Arturo Gómez, integrante de este equipo periodístico que vive en la región del Golfo de Urabá, muy cerca a la frontera con Panamá. Le escuchó la frase a un inmigrante y se le quedó grabada.
¿Por qué una travesía tan larga?
Muchas razones los hacen tomar esta ruta, que parece absurdamente larga. Una que los africanos citan a menudo es que el camino a Europa por Libia, donde torturan y esclavizan a viajeros, les da terror. Otra es que cada vez hay menos cupos para refugiados en Estados Unidos, que hacían posible esperar pacientemente en casa hasta obtener permiso de volar directo, sin penurias.
En efecto, el gobierno Trump ha cerrado las cuotas para refugiados (reduciendo las 110 mil planeadas por la administración Obama para 2017 a 18 mil para este año, ahora reducidas a cero con el Coronavirus). No ha dejado más salida que intentar esta tortuosa y prolongada vía que puede tomarles meses, entrar ilegalmente y rogar para que una vez adentro les concedan el asilo. Eso hicieron 1 327 personas provenientes de la India que consiguieron asilo en Estados Unidos en 2018, el último año del que el gobierno da cifras.